El sentido cristiano del sufrimiento humano

Deseo introducir el texto manifestando un profundo sentido de respeto, admiración y solidaridad hacia todos los enfermos, a quienes doy un gesto de devoto; de compasión humana y cristiana hacia su estado de postración.

La realidad que nos ocupa es tan antigua como la misma humanidad y a la vez tan actual como nosotros mismos, tan urgente a nuestra atención, que no podemos soslayarla, y tan compleja que no podemos abarcarla.

La persona (y toda vida humana) es mortal por naturaleza. Tiene una historia de existencia en este mundo material. La muerte es tan real en el ser humano como lo es su misma fecundación.

El que podamos hacer frente a la realidad de la enfermedad, el dolor y el sufrimiento humanos, y la misma manera de plantearnos tales realidades, condiciona definitivamente nuestra plenitud humana.La esperanza brilla

No es la enfermedad como tema -simple y llanamente dicho-, lo que nos reúne aquí y ahora, como un concepto abstracto, desencarnado, sino que a nuestra atención se ofrece la cruda y dura realidad de las personas enfermas. Visto así, el verdadero sujeto de nuestro interés son las personas, los sujetos, que en lenguaje evangélico o espiritual llamamos nuestras y nuestros prójimos.

Podemos referirnos a la enfermedad como un “universal categórico”, en el sentido de que existe de hecho y siempre -aunque no en todos ni a lo largo de todo el arco de la vida en cada uno de los individuos- como realidad presente, nunca ausente en algún cuerpo humano. Ella está siempre presente, de distintas formas, en distintos grados de gravedad, por mayores o menores intervalos de tiempo durante su vida, y en un número incontable de personas, como malvenido huésped que se va hasta que la persona muere.

Así pues, en el concepto cristiano de la vida humana como realidad sagrada, el sufrimiento por la enfermedad se explica como un mal (la enfermedad misma), que está siempre referido, de algún modo, a un bien.

El sufrimiento humano por la enfermedad constituye en sí casi un específico “mundo” que existe junto con la persona, que aparece en ella y pasa, o a veces no pasa, sino que se consolida y se profundiza en ella. Es por ello por lo cual el mundo del sufrimiento a causa de la enfermedad contiene en sí un singular desafío a la comunión y a la solidaridad humanas referidas a la persona concreta que está postrada por la enfermedad. Tal mundo del sufrimiento humano, en algunos períodos de tiempo de la vida y en algunos espacios de la existencia humana, para algunos, se hace particularmente denso y hasta insoportable, aunque no venga acompañado del desenlace por la muerte de manera inmediata.

¡Qué innegable, y al mismo tiempo, qué indeseable compañera de nuestra vida es la enfermedad! Ella es una realidad universal y permanente que acompaña al ser humano como en una coexistencia ontológica a la misma naturaleza humana.

La enfermedad, todavía más, es una realidad insoslayable e inevitable a nuestra consideración e intentos de comprensión, en cuanto trae consigo dolor, y el dolor viene cargado de sufrimiento. La enfermedad duele y hace sufrir a quien la padece. Y aunque puedan darse y de hecho se den ciertas enfermedades llamadas “silenciosas”, en cuanto se gestan y se desarrollan sin dolor, siempre existirá el momento en que se descubra su presencia y con ellas el drama del dolor psicológico y hasta la angustia acompañarán a la persona enferma.

Así pues, la enfermedad entra en la vida del individuo, de todo individuo, y de cada individuo, como hemos dicho, en diversos momentos de su vida; se manifiesta y desarrolla de distintas maneras; asume dimensiones diversas; y sin embargo, con las variantes de tiempos, de personas, de modos e intensidades, la enfermedad parece ser, y lo es, y con ella el dolor y el sufrimiento, casi inseparable de la existencia terrena del ser humano.

A través de nuestra vida terrena, caminamos en un modo o en otro, acompañados de la enfermedad, si no actualmente en mí, sí en mi prójimo, en mi familiar allegado, en el amigo entrañable, en alguien, en fin, que como tú y como yo compartimos la misma experiencia de la vida terrena.

La enfermedad, y más allá de la enfermedad en sí misma, el dolor y el sufrimiento que conlleva, en su dimensión subjetiva, como hecho personal e individual, parece casi inefable e intransferible.

Puesto que pertenece a la ciencia de la medicina el esfuerzo y la tarea específicas de describir qué sea tal o cual enfermedad para actuar en consecuencia con los adecuados tratamientos clínicos sobre cada enfermo en particular, este servidor desea presentar entonces, algunas consideraciones dirigidas más directamente al sufrimiento que acompaña al enfermo y a quienes tienen relación con él, ofreciendo algunas sugerencias relacionadas al discernimiento cristiano sobre el sentido del sufrimiento humano que acompaña al enfermo y sus allegados.

El nuestro aquí es un acercamiento eminentemente espiritual a la realidad de sufrimiento humano por la presencia de la enfermedad; un acercamiento religioso, doctrinal, y desde la espiritualidad y doctrina que emanan del Magisterio de la Iglesia Católica. Ello significa que reconocemos muchos otros acercamientos, desde luego, y como ya se ha insinuado aquí, de todos los campos posibles de las ciencias médicas, escuelas y corrientes psicológicas, así como por la ciencia jurídica o del derecho, o diversas posiciones políticas, etc., etc.

Igualmente, distintas concepciones de espiritualidad, y diversas doctrinas e instituciones religiosas, tendrían y de hecho tienen una grandísima gama de elementos comunes y distintos -aunque no precisamente opuestos- de acercamiento, de comprensión y de atención hacia una misma e idéntica realidad, como es la enfermedad y el sufrimiento humanos.

De ahí que la nuestra sea una consideración bien delimitada, dentro del cuadro de comprensión, desde algunos elementos de la espiritualidad, doctrina y tratamiento en la enseñanza del Magisterio de la Iglesia Católica.

Ante una tal realidad, concomitante como es a la naturaleza humana, es natural, comprensible y válido, no menos que un deber de conciencia humana, que desde tantos ámbitos puedan -y aún más- deban escucharse las voces del concierto humano para acompañar, iluminar y tratar este contenido, con profundo sentido de respeto, competencia y solidaridad a las personas postradas en la enfermedad.

Como complejos son la enfermedad y el sufrimiento humanos, así ha de ser de complejo y variado el abanico de las aportaciones convergentes en una misma melodía de solidaridad compasiva para con el enfermo sufriente.

Porque la enfermedad y el sufrimiento humanos son mucho más vastos, mucho más variados y pluridimensionales en sus manifestaciones, de lo que puede o pudiera pretender la comprensión, la explicación y el tratamiento desde una sola área de las ciencias humanas, de la(s) o espiritualidad o religión(es) así han de ser de vastos, variados y pluridimensionales los intentos y esfuerzos de comprensión, de explicación y de tratamientos que le asistan.La muerte no es un absurdo

Querríamos ahora mismo señalar una consideración más, de tinte general, respecto de la enfermedad y del sufrimiento humanos, y es la de que parece ser que el sufrimiento que acompaña a la persona que sufre, sea todavía más complejo, más amplio, y a la vez más profundamente enraizado en la humanidad misma que lo que no sea la enfermedad en sí. No que la extensión y la multiformidad del sufrimiento moral sean menores que las del dolor físico o viceversa, sino que el sufrimiento moral aparece como menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica.

Por ello nuestra aportación, al mismo tiempo que mantiene toda la conciencia del dolor o sufrimiento físico que embarga a la persona enferma, quiere mirar- no al margen ni mucho menos en contradicción- al sufrimiento moral del enfermo. Siendo el dolor físico dolor del cuerpo, junto a éste va inherentemente unido el dolor del alma, que aquí llamamos más precisamente sufrimiento humano, de talante espiritual. Se trata, en efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión “psíquica” del dolor que acompaña tanto el sufrimiento moral como el físico.

Sin querer perdernos en una interminable serie de identificaciones y distinciones de tipo académico, con todo lo antes mencionado, deseamos expresar que es todo el sufrimiento de la persona humana que sufre, lo que desde nuestra solidaridad humana y nuestra particular comprensión y adhesión cristiana, abrazamos y amamos en nuestra específica dimensión de fe. Esto es, que desde el contenido de la fe cristiana, y específicamente católica: en el misterio nunca del todo explicable y aceptable de la enfermedad y del consiguiente dolor-sufrimiento humano, acogemos el Misterio del amor divino que se apropia y ama al enfermo.

Naturalmente, la enfermedad es un mal porque acarrea consigo el dolor y el sufrimiento. Tomando aquí el “mal”, no en el sentido moral, sino como realidad que daña, que lacera, que debilita y aún destruye la integridad de la persona humana en sus facultades, potencialidades y cualidades. En este contexto explicativo, la persona que está enferma sufre, en cuanto que experimenta la enfermedad y ésta puede ser, en este panorama de comprensión: un mal, una realidad dañina, lacerante; la vive como un mal, en cuanto que expresa una situación en la que la persona prueba con ella un mal, y probándolo, se hace sujeto de sufrimiento.

Como tal, no puede ser la enfermedad un bien a ser buscado, perseguido o alcanzado como signo de triunfo o de realización humana. Es un mal a evitar, que se basa en el derecho natural de acoger la vida como un bien en sí mismo, un bien precioso y que nos pone ante el categórico insoslayable de proteger, de promover y de desarrollar en su máxima expresión posible a lo largo de nuestra existencia, para uno mismo y a favor de los demás.

La persona humana, y toda persona humana, está llamada por vocación natural, a encaminarse hacia una siempre mayor plenitud en su vida temporal.

El Magisterio de la Iglesia Católica expone abiertamente su concepción de la grandeza y el valor de la vida humana, de toda vida humana, incluso en su fase temporal, histórica, terrena. Pues la vida de la persona en el tiempo, es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo proceso unitario de la vida humana. Sin incertidumbres, sin vacilaciones, la antropología cristiana reconoce en la Librovida de cada individuo una realidad sagrada, por lo cual hace siempre una insistente y acuciante llamada a todos y cada uno, desde la personal ubicación profesional y vocacional, a prestar todo el servicio posible a favor del respeto, defensa, amor y servicio a la vida, y a toda vida humana.

La vida es siempre un bien, cuya razón o sentido profundo estamos llamados a comprender, y para la fe cristiana basada en las Sagradas Escrituras, es un bien, y siempre un bien, porque en la persona se refleja la realidad misma de Dios. El Magisterio de la Iglesia, y la fe de la comunidad cristiana, reconocen que la vida de cada persona proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta.

La Doctrina constante del Magisterio de la Iglesia se ha pronunciado siempre y se pronuncia ahora y lo continuará haciendo- en comunión de apreciación con la más legítima estima de todos los sectores que aman el ser humano- por el reconocimiento, promoción y respeto a la dignidad inviolable de la persona humana; co-protagonista con la más genuina sensibilidad humana, en la labor de impulsar los mejores esfuerzos de la ciencia y tecnología humanas para el mayor bienestar de los individuos.

Sin embargo, ello no le lleva a desconocer ni a negar que la realidad de la enfermedad, y el dolor-sufrimiento que la acompañan sean una verdad igualmente incuestionable, nunca del todo desterrable mientras exista ser humano en esta tierra.

Es aquí donde, antes que desaparecer, o desdecirse de su principio irreversible sobre la dignidad de la vida humana, se afianza éste como cualificativo incondicional. Es decir, que la dignidad del ser humano en cuanto tal, no está condicionada a las circunstancias cambiantes de la vida de la persona, como son la salud o la enfermedad. No se es más persona, o persona más digna, así como no se es menos persona o persona menos digna, a según que el individuo concreto goce de mayor salud o esté afectado por alguna enfermedad del tipo o gravedad que ésta sea.

Ante el sufrimiento experimentado por la persona enferma, aparece inevitable, tanto para ella como para quienes le rodean, la pregunta sobre el “por qué” y el “para qué” de la enfermedad. Es una pregunta acerca de la causa, la razón y una pregunta sobre la finalidad, en definitiva, acerca del sentido.

Solamente el ser humano, la persona, cuando sufre, sabe que sufre, y solamente ella, que no las especies irracionales, se pregunta sobre el por qué y el para qué de su enfermedad y su compañero inseparable el sufrimiento. Y sufre de manera humanamente aún más profunda, si no encuentra una respuesta satisfactoria.
Ambas preguntas cuentan con serias dificultades para encontrar respuestas satisfactorias, convincentes, cuando se las hace tanto el hombre al hombre como cuando se las dirige el hombre a Dios.

Ni las categorías humanas ni las categorías del ámbito religioso o espiritual son dueñas absolutas por sí mismas de una respuesta definitiva y última.

Lo anterior, sin embargo, no nos libera de enfrentarnos con la importancia de la pregunta, o preguntas, formuladas en relación al por qué y al para qué de la enfermedad y del sufrimiento, es decir, de la pregunta sobre el sentido humano y cristiano del sufrimiento humano.

Ciertamente, la urgencia y validez de respuestas definitivas a la pregunta sobre el sentido de la enfermedad y del sufrimiento humanos escapan a las posibilidades de la ciencia médica, y tampoco se agotan en los posibles intentos de las ciencias filosóficas, sociológicas, jurídicas, ideológicas, religiosas.

Ciertamente, también, todas y cada una de las búsquedas científicas o doctrinales que miran a la enfermedad y el sufrimiento humanos, coadyuvan a entretejer, en algo, la compleja red de respuestas parciales, válidas, pero en sí no totalizantes, a la pregunta sobre su sentido humano, o bien, trascendental.
El sentido de la enfermedad
Lo anterior no viene absolutamente en detrimento, desprestigio, ni mucho menos en menosprecio o banalización de cualquier intento serio de aportación de respuestas. Puesto que renglones antes hemos expuesto que la enfermedad y su correspondiente sufrimiento, tomados como una unidad por que siempre se acompañan, es una realidad compleja, vasta y pluridimensional, se acepta por razonamiento espontáneo, la también compleja, vasta, pluridimensional y multidireccional vía de acercamiento a su comprensión, explicación y profundización.

Si nos ubicamos en el espacio contextual de la religiones bíblicas, es decir, de la profesión de la fe en Dios, y para la religión cristiana en particular la referencia a la certeza de fe en un Dios personal, la pregunta acuciante sobre el sentido de la enfermedad-sufrimiento humano, está envuelta en el misterio profundo que es el ser humano, misterio que encuentra su elemento descifrante en la referencia al Misterio (con mayúscula)´, que es Dios mismo, en la vida humana.

Y entrados en este espacio religioso, se comprende que nuestro lenguaje ahora adquiera un tenor categorial propio del ámbito espiritual, religioso y más específicamente cristiano, de exposición.

Lo específico y propio -aunque no ciertamente excluyente, sino en una inclusión comunional con todos los demás válidos intentos de acercamiento a nuestro objeto de consideración- de la aportación de la fe cristiana a la realidad de la enfermedad-sufrimiento humano, es que el sentido de tal experiencia hunde sus raíces más profundas en el Misterio del Verbo encarnado, Jesucristo Redentor.

Para la fe cristiana, en cualquiera de sus expresiones institucionales o celebrativas del Misterio de su fe en Jesucristo, quienes se ven afectados por la enfermedad, y siempre que lo estén, en cualquiera de sus formas y estados de gravedad, participan del Amor divino, del misterio de la Cruz y de la Resurrección.

Este descubrimiento del valor espiritual, salvífico del dolor humano, será más fácil para quien profesa esa fe expuesta. Pero para la comunidad cristiana, cada hombre o mujer que prueba la enfermedad, sin excepción de ninguna especie, participa místicamente del Misterio del amor divino en Jesucristo, quien también vivió esta incuestionable realidad de la naturaleza humana

Este descubrimiento es una confirmación particular de la grandeza espiritual que en la persona del enfermo supera el cuerpo de un modo un tanto incompresible e inabarcable con las solas categorías humanas de comprensión.

Cuando el que sufre la enfermedad grave es un creyente en Cristo, y su cuerpo está totalmente inhábil y la persona se siente incapaz de vivir y de obrar, con mayor razón se ponen en evidencia la madurez interior y la grandeza espiritual del enfermo, constituyendo una lección conmovedora para las personas sanas y normales.

Para el cristiano, el sufrimiento es, en sí mismo, probar el mal, y por ello este proceso interior de experiencia espiritual, de fe, no siempre se desarrolla de igual manera en todos. A menudo comienza y se instaura con dificultad.

El punto mismo de partida en cada enfermo es ya diverso; diversa es la disposición, que el enfermo concreto lleva en su sufrimiento. Se pregunta sobre el sentido de su propio sufrimiento y busca una respuesta a esta pregunta primero a nivel netamente humano. Ciertamente pone muchas veces esta pregunta también a Dios.

A veces, la persona enferma, requiere de mucho tiempo, para que la respuesta a su pregunta sobre el sentido de su sufrimiento humano se transforme en pregunta sobre el sentido espiritual de su sufrimiento, y concretamente, sobre el sentido cristiano de su sufrir, de modo que, en cierto momento, la respuesta comience a ser interiormente asimilada desde el interior de su fe.

El sentido cristiano del sufrimiento humano en el sentido salvífico del mismo en comunión con Cristo. El enfermo, no descubre este sentido espiritual a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal incluso a nivel humano, aunque ciertamente lo trascienda, hacia su propia dimensión de fe.

Este proceso de interiorización del sentido cristiano del sufrimiento, se convierte para el enfermo en fuente de paz interior, de superación, por ello, del sentido de inutilidad y de absurdo de su enfermedad, y esta sensación basada en la certeza de fe, a veces queda bien arraigada en la profundidad del sufrimiento humano.

El sentido cristiano del sufrimiento humano es, pues, comprendido en su doble y contemporánea naturaleza de “humano” y “sobrenatural”.

Es “humano”, porque en él la persona enferma se encuentra a sí misma en su humanidad verdadera, su propia humanidad y su propia dimensión humana en el sufrir. Es “sobrenatural”, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo en Cristo.

La enfermedad, y por ende el sufrimiento que le acompaña, pertenecen ciertamente al misterio humano, pero también y desde el prisma de la fe cristiana, pertenecen al misterio de Dios en la persona y en cada persona enferma. Para el prisma de la visión cristiana, el sufrimiento humano, en cuanto elemento inevitable de la enfermedad, no es tajantemente “censurado” rechazado como inútil, sino que, al mismo tiempo que es combatido mediante los cuidados terapéuticos convenientes y razonables, es considerado también como factor posible de crecimiento personal; Y para el enfermo que lo vive desde su dimensión de la fe en Cristo, se convierte en instrumento de comunión mística con Cristo Redentor.

Luz en las tinieblasDe modo que la enfermedad y el sufrimiento, no son lisa y llanamente males a evitar a toda costa y por cualquier medio, sino factores que pueden elevar, tanto en el enfermo como en quienes están en su entorno y gozan de salud, una llamada a trascender las categorías puramente humanas de la existencia y abrirse a abrazar la vida, que conserva todo su valor y dignidad aun en estos trances.

A quienes sufren a causa de una existencia de algún modo “disminuida”, les anunciamos el Evangelio de la vida, es decir, la buena noticia de que Dios se interesa por ellos, y de que su vida, aunque frágil por la enfermedad, sigue siendo aun en esas circunstancias un don celosamente custodiado en las manos divinas.
Desde la visión cristiana del sufrimiento humano, la vida del enfermo, mantiene su sacralidad en referencia inmediata con el Cristo sufriente y, de su vida en sufrimiento, Cristo hace del enfermo impronta exquisita de su ofrenda sacrificial de amor.

El misterio de la redención del mundo, profesado y reconocido por la vivencia de la fe cristiana, está profundamente arraigado en el sufrimiento humano, y éste a su vez encuentra en este misterio de la fe su supremo y más seguro punto de referencia trascendente. Esto permite que incluso en el momento de la grave enfermedad, el enfermo se encuentre animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios. La enfermedad no lo empuja entonces a la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza, porque sabe que Dios se preocupa también de la vida corporal, y concretamente, del estado enfermo.

Ante el sentido sagrado de la vida humana, de toda vida humana, y al mismo tiempo delante de la innegable realidad de la enfermedad y su compañero natural el sufrimiento humano, encontramos- aunque sea desde la sola y neta conciencia de solidaridad humana temporal, y cada uno de los humanos en su propia realidad y competencia- con que el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y que este deber ha de manifestarse, principalmente, con la vida que se encuentra en mayor debilidad, como son los enfermos graves, y en el extremo, los que se encuentran en fase terminal.

Es entonces cuando alcanza su mayor significado de compromiso la solidaridad humana, de los distintos sectores humanitarios., sean éstos sanitarios, jurídicos, o espirituales.

Cuando la existencia terrena llega a su fin, la caridad humana y específicamente la caridad cristiana encuentra los medios más oportunos para que los enfermos graves, y en particular los enfermos terminales puedan gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir los cuidados adecuados a sus exigencias, amén de la asistencia clínica, a su angustia y soledad. En ello, y en las medidas justas, participarán los familiares de los enfermos.

Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos, enfermeras y enfermeros, capellanes o asistentes espirituales; estructuras sanitarias, etc… Nuestra común identidad de naturaleza humana nos exige, a cada quien en su nivel y responsabilidad y posibilidades, ser custodios y servidores de la vida humana.

La vida humana, y mientras un prójimo tenga vida, aunque débil y frágil por la enfermedad, es vida y es humana, ésa es realidad sagrada, de un valor incomparable , y se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad humana, profesional y vocacional, más allá de las dificultades e incertidumbres de cualquier tipo. Esto, aún cuando el enfermo sea ya un moribundo, sometido en todo, al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos.

Siempre, y en cualquier estadio en que se encuentre el proceso de la enfermedad, la persona del enfermo nos llama a ofrendarle los más bien entendidos gestos de altruismo y piedad humanos.

Cada uno de nosotros, cada quien desde su propia situación de relación con el enfermo, somos “guardianes” de nuestro hermano sufriente, y en cada uno clama el deber más genuinamente compasivo del “buen samaritano”.

Desde las anteriores consideraciones sobre el sentido cristiano de la enfermedad y el sufrimiento humanos, brota como luz brillante, con el esplendor de un sol al mediodía, el sentido genuinamente cristiano de la muerte.

Humanamente, ésta es el desenlace final de una breve o larga enfermedad, más o menos dolorosa según los casos, pero al fin de cuentas, siempre acompañada del sufrimiento.Del Señor somos

Es una certeza de la fe cristiana, como el lente desde el cual ofrece su visión, que la muerte no es el final, el último absoluto de la vida humana, sino que, cerrados los ojos a la luz de este mundo, exhalado el último suspiro de esta vida terrena, y sepultado el cuerpo frágil en el oscuro sepulcro, una nueva visión, la visión beatífica del eterno divino, se abre a los ojos del alma; una vida sin ocaso se ofrece en la Tierra prometida a quien la esperó y por la cual vivió en esta tierra cerrada en el tiempo; y la esperanza de un cuerpo glorioso acompaña a la materia desintegrada del cuerpo corruptible.

Por ello, para la visión cristiana, la muerte terrena no es el punto final absoluto de la vida humana, sino el punto y seguido de una historia que se continúa en el libro de la vida eterna.

El sentido cristiano del sufrimiento humano, se descifra con toda su magnificencia y plenitud en y por el sentido cristiano de la muerte, a la vez que éste explica el primero. No existe sentido humano del sufrimiento y de la enfermedad, sino porque existe un sentido humano y cristiano de la muerte, y viceversa.

Así como en el misterio de la fecundación o concepción de la vida humana confesamos la acción presente del Misterio divino de la creación, así también, en el misterio de la muerte humana, está infaliblemente presente el Misterio divino de la Pascua eterna para el que muere en el Señor.

Desde la visión cristiana de la vida, del sufrimiento y de la muerte, la vida humana, y toda vida humana, desde el momento mismo de su concepción, recorriendo en el tiempo y el espacio la línea total de su existencia terrena, la vida humana es explicación de la vida divina; la muerte, por los mismo términos, también pertenece al Misterio del amor y de la Providencia divinos.

Para la visión cristiana, tanto la vida como la muerte pertenecen en última y definitiva instancia de fe, al designio inefable del amor de Dios.

Por ello, la muerte, desde la certeza cristiana, deja de ser el absurdo de los fatalistas de la existencia humana.

En una exclamación genuina de la fe en Cristo, podemos exclamar- sin viso de tono polemizante o apologético ante el imponderable humano de la muerte- un canto de victoria que trasciende las categorías de cualquier espacio de tiempo y geografía: ¿“dónde está, muerte, tu victoria?”. ¿Dónde está, oh, muerte tu aguijón?”.

O en términos menos triunfalistas, aunque no menos verdaderos a la visión cristiana: “Ya sea que vivamos, ya sea que muramos, del Señor de la vida somos”.

Estas últimas afirmaciones, genuinamente pertenecientes a la visión cristiana de la vida y de la muerte del ser humano, en manera alguna desacreditan lo también repetidas veces reiterado respecto de la dimensión sagrada e inviolable de la vida humana, y de toda vida humana. Muy por el contrario, refuerzan tal concepción y revigorizan el valor, aprecio, y compromiso de amar, defender, promover y atender a las responsabilidades netamente humanas hacia la vida.

No significan, tampoco, que la visión cristiana de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento y de la muerte humanos, induzcan a una actitud de “fuga mundi”, de irresponsabilidad y descompromiso humanos por la plenificación de la existencia terrena del ser humano, a menos que se les mal-interprete, y si se las mal-interpretara, se tergiversaría lamentablemente su contenido original y propio.

De muy buena gana, con verdadera humildad, desde el bastión de mi respeto y admiración, al mismo tiempo que con profunda gratitud, me he atrevido a ocupar este tiempo de su atención.

Que Dios bendiga a todos.

P. Ramón Martínez Cardoso c.o.